Nati, María o Ignacio ejercitan su cuerpo y su cerebro de la mano de su terapeuta ocupacional, Aimar Mir. Hoy toca devolver las letras a su lugar y encontrar nombres de poblaciones cercanas como Monzón, Lastanosa o Sariñena. También es el día de colorear mandalas, aunque la actividad favorita de la mayoría es jugar al bingo, explica Mir, vecina de Castelflorite, que lleva siete años trabajando con los usuarios de la residencia municipal de Sariñena.
El desarrollo de estas sesiones diarias es un signo de recuperación y normalidad tras los duros momentos que trajo la pandemia. «Ya lo eran antes y ahora, más», afirma Mir, que estuvo entre las trabajadoras que decidieron confinarse junto a los residentes en marzo de 2020. «Yo estaba entre las más jóvenes y en ese momento, aún no era madre; sentí que era lo que debía hacer», sostiene. El encierro duró dos meses y trajo situaciones muy complicadas. De hecho, fue uno de los primeros brotes de covid-19 detectados en Aragón, lo que obligó a improvisar protocolos y actuaciones, siempre con el objetivo de velar por el bienestar de usuarios y trabajadoras.
«Hubo momentos muy duros. Había mucha incertidumbre y miedo, pero también una gran unión y apoyo», recuerda Mir. El virus entró con fuerza y causó la muerte de varios internos. «Hacíamos de todo, sin importar nuestra función anterior, lo importante era atender las necesidades de cada usuario. No había contacto físico, pero sí palabras de apoyo y gestos de cariño. Nos teníamos que proteger para poder seguir cuidando de ellos. Durante aquellos meses, fuimos una gran familia», relata Mir. Agrupadas en dos turnos y con relevo quincenal, las trabajadoras pasaban 24 horas en la residencia. Sus descansos tenían lugar en el salón social anexo. «Al principio, dormíamos con mascarilla», recuerda, lo que habla de la angustia vivida en un periodo de gran incertidumbre sobre las formas de contagio y propagación del virus. Para mitigarlo, fue fundamental el apoyo y la solidaridad que mostró la población de Sariñena.
Desde que empezó su formación como terapeuta ocupacional, esta monegrina siempre tuvo claro que su destino laboral estaría junto a este sector de la población, que, tras un largo periplo vital, con sus dificultades y retos, siempre está dispuesto a compartir su aprendizaje. «Me gusta la gente mayor. Son personas agradecidas y cariñosas, con las que conecto y empatizo», afirma. Y eso se nota en su trabajo diario. Nati le pregunta por el nombre del pueblo que se le resiste e Ignacio le enseña orgulloso su coloreada mandala. Todos agradecen su presencia y dedicación. Su turno empieza a las 9.00 y finaliza a las 14.00. Ahora mismo, cumple con una media jornada, que aspira a ampliar cuando se ponga en marcha el nuevo centro de día o el programa de autonomía personal en Sariñena. Antes de la pandemia, su jornada era mayor, ya que compatibiliza su labor en la residencia con el desarrollo de las sesiones del Programa de Autonomía Personal impulsado por la Comarca de Los Monegros. En total, se implementó en cinco localidades: Perdiguera, Bujaraloz, Sodeto, Grañén y Albalatillo.
Aimar Mir, natural de Sariñena, también tuvo siempre claro que quería vivir en el medio rural. Desde 2016, reside en Castelflorite, la localidad de su pareja, donde dice tener todo lo que necesita. «Hay mucha unión, tranquilidad y libertad. Ideal para criar a un niño», dice, haciendo referencia a su reciente maternidad. «Además, son varias las parejas jóvenes que han decidido quedarse en el pueblo y por lo tanto, está garantizado su futuro», afirma. Para ella, combatir la despoblación pasa por generar nuevas oportunidades laborales, especialmente para las mujeres así como por disponer de viviendas rehabilitadas y atractivas. También cree fundamental mantener unos servicios mínimos. «Ahora mismo, hay gente interesada en quedarse, pero faltan casas o terrenos a la venta», confirma. En su caso, es consciente de que cuando su hijo crezca sus viajes a la capital monegrina serán constantes. Pero le compensa. «Son diez minutos», tal y como señala. La conciliación también es más sencilla en el medio rural, con una mayor red de apoyo social y familiar. «Aquí tengo cuatro abuelos, lo que me ha permitido retrasar la entrada de mi hijo a la escuela infantil. Si viviera en una ciudad lo tendría más complicado», concluye.