Cuarentena rural: Cosme

Fin al aislamiento dentro del aislamiento.

Han vuelto las risas y los abrazos.
Han vuelto las risas y los abrazos.

La lluvia ha aparecido en el día 44 del confinamiento. Me siento optimista al ver las gotas sobre el cristal. Inicié con lluvia la universidad, que se convirtió en una de las mejores etapas de mi vida, y el año que pasé en Barcelona. También cayó un chaparrón el día de mi boda.

Las tres han sido etapas compartidas con mi marido, Cosme, al que conocí hace ya 18 años. Desde el principio, hemos pasado temporadas separados, lejos el uno del otro, incluso después de nacer nuestras dos hijas.

Cosme es de Cambados y desde hace algún tiempo, trabaja cerca de allí, en los parques de cultivo de Carril, donde mi suegro me enseñó los tres tipos principales de almejas: japónica, babosa y fina. A pesar de sus esfuerzos, aún me cuesta distinguirlas. Y eso que acudo con frecuencia al vivero familiar. Me gusta ayudar o simplemente, sentarme en la arena y observar la silueta de mi marido dentro del mar. Aunque haya descubierto tarde su vocación, tiene una predisposición natural para tirar del raño y se le ve feliz. Al volver a la playa, me enseña con orgullo el calibre de las mejores almejas.

A lo largo de las últimas semanas, mi marido y yo también hemos estado separados, con una distancia mucho menor pero más infranqueable que los casi mil kilómetros que separan Grañén de Cambados. Cosme ha sido una de esas miles de personas que en estos días grises ha permanecido aislada con síntomas compatibles con Covid-19.

Allí, al fondo del pasillo, al otro lado de la puerta, mi marido ha combatido en solitario la enfermedad. Un martes comenzó a sentirse mal. Dolor de cabeza y escalofríos. El termómetro marcó 37,5. Llamé al centro de salud de Grañén y las indicaciones fueron sencillas: paracetamol y aislamiento. A partir de allí, comencé otro diario, muy diferente, repleto de tablas de temperaturas, valores de saturación y síntomas:

Miércoles. La temperatura ha comenzado su escalada, con picos de entre 38 y 39,5. También ha crecido la preocupación. En casa, dos niñas de seis meses y una persona de riesgo, mi suegra, con 72 años. Mi marido está aislado en el piso inferior de nuestra vivienda, en la habitación de mi adolescencia y juventud. La cama, de tipo nido, es acogedora. Hay un joyero con algunos de mis dientes de leche, un oso de peluche del que me cuesta desprenderme y libros, muchos libros, junto a un enorme corcho, en el que tengo desde un collage que me ayudó a hacer mi bisabuela hasta la foto de uno de nuestros primeros besos.

Jueves. Ningún cambio. En todo caso, algo más de tos. Acortamos el tiempo del paracetamol e incorporamos paños de agua fría, con el fin de ganarle la partida a la fiebre. A los datos de la temperatura, añado ahora las respiraciones por minuto. De media, son 14. «Todo va bien», me dicen. Todos los días nos llaman desde el centro de salud de Grañén, donde encontramos el interés, la profesionalidad y la amabilidad que uno necesita cuando se enfrenta a algo que desconoce y teme.

Viernes. La tos se acentúa y aparecen problemas digestivos. Una doctora y una enfermera del centro de salud acuden a nuestro domicilio y examinan a mi marido. La exploración es buena. Toca esperar. Nos animan a llamar al teléfono habilitado por el Gobierno de Aragón y solicitar una prueba diagnóstica de coronavirus. Tras varios intentos y una larga espera, hablo con una operadora. «Sin parámetros de gravedad, no hay test», me dice. Arriba, las hamacas de mis hijas golpean el suelo y oigo a mi madre cantándoles una canción: «Un barquito de cáscara de nuez..».

Sábado. Me siento en el pasillo. El suelo está frío. Hablo con mi marido a través de la puerta. También le dejo allí todo lo que necesita: pañuelos, ropa, agua, comida… Las doctoras del centro de salud de Grañén siguen pendientes de su evolución y ante la persistencia de los síntomas, consiguen enviarlo al hospital San Jorge de Huesca, con el fin de que le hagan una placa y sea sometido a una PCR. Llega la ambulancia y se va sin un abrazo. Me derrumbo. A la hora, me llama desde el hospital. Ni placa ni test. «No cumplo los parámetros de gravedad», me dice. Y lo vamos a buscar.

Domingo. Tengo las manos agrietadas de la lejía. Ya no huele a colonia de bebé. Mi marido me avisa de que vuelve a tomarse la temperatura y de inmediato, comienzo a andar por el pasillo sin pisar las juntas de las baldosas. Creo que evitarlas me dará suerte. Si el termómetro pita antes de alcanzar los 50 pasos, sonrío aliviada. No llega a 38. El día pasa sin más sobresaltos.

Lunes. Mi marido sigue estancado. La fiebre solo baja durante unas horas y el resto de síntomas, persisten. La doctora cambia de estrategia y opta por un antibiótico. También yo me tomo la temperatura. Vigilo a las niñas, a mi madre, a mi suegra y a mi padre. Aunque no consuela, todos parecemos estar bien.

Martes. Se cumple una semana del inicio del aislamiento. La televisión sigue desde entonces apagada. No es fácil mantener el ánimo. Para distraer a mi marido, le mando fotos y vídeos de las niñas, que han aprendido a girarse con una habilidad asombrosa. Aplaudimos cada avance. El termómetro empieza a darnos un respiro.

Miércoles. He dibujado un snoopy en la tabla de temperaturas. Me encanta este popular personaje. También he escrito el nombre de Cosme y he utilizado un bolígrafo rojo para colorear un corazón. Por fin, ningún valor supera los 37 grados.

Y la situación se repite durante los días siguientes. Doce después, le llega el momento de volver al hospital, con el fin de hacer una placa y un test. La primera prueba muestra una neumonía en proceso de curación y la segunda, resulta negativa. Vuelve a casa.

Sigue aislado otra semana. Los test rápidos llegan al centro de salud de Grañén, donde continúan con su seguimiento. Nuestro agradecimiento es eterno. Se somete a la prueba y de nuevo, negativa. Sale del confinamiento y por fin, llegan los abrazos. Nos emocionamos.

No sé si alguna vez sabremos si tuvo o no coronavirus, pero ya no importa. En mi mente, la lluvia es sinónimo de un nuevo comienzo. Adiós al aislamiento dentro del aislamiento. Sueño con volver a verlo en Carril.

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