Con permiso del acto dedicado este domingo a Ramón J. Sender, la traca final del festival Sonna Huesca tuvo su escenario en La Cartuja de Las Fuentes (Sariñena), con dos conciertos de altura: Amaral y Rozalén. El dúo zaragozano hizo gala de su genialidad y fuerza, y a ello, la manchega sumó sencillez y compromiso.
Rozalén apareció sobre el escenario junto a toda su banda ataviada con un vestido de falda abierta y tonos champagne, y en seguida se dio cuenta de que algo no iba bien. “Ya sé que es el primer tema, pero me vais a perdonar; me he vestido de burbuja Freixenet y a este paso me vais a ver algo más que el vestido. Si me permitís, voy a ver si me pongo un imperdible”. Lo que no podría evitar ya serían las risas de sus músicos, con los que demostró una complicidad envidiable.
El apuro inicial provocado por el viento reinante lo solventó Rozalén con la sencillez y la naturalidad con la que afronta todo la manchega, que dista mucho de cumplir con los estándares que se le presumen a la rutilante estrella de la música española que es. Rozalén ejerce de vecina del quinto; de conocida a la que hace tiempo que no ves. Con su amiga Beatriz Romero, interprete de lengua de signos, con la que baila, canta, sonríe, se abraza y termina dedicándole una canción; con los chóferes de los vehículos de su gira, que desplegaron entre risas una pancarta reivindicando su papel; con los integrantes de su banda, que parecen tocar en su eterna fiesta de cumpleaños, y con todo aquel que tiene alrededor. Poco antes del recital, María de los Ángeles Rozalén Ortuño era entrevistada por un equipo de CADIS Huesca. Fue la única entrevista que dio. Después del concierto atendió pacientemente al público que quiso saludarla. Todo eso es Rozalén. Solidaria, empática, cariñosa. “Esta tía da un buen rollo que no veas”, resumía un chaval entre el público.
Anecdotario aparte, pues sería interminable su desglose, el concierto comenzó con Este tren. “Imagina…”, algo que -además del imperdible- ayudó al público a meterse en el recital desde el primer instante. La primera parte del concierto fue más íntima, más reflexiva y profunda. Dragón Rojo, Será mejor, A tu vida, La Línea… Luego Rozalén pediría disculpas. “Os había prometido marcha y alegría de vivir, y vaya temitas que os estoy tocando”.
Y llegó Justo, la canción dedicada a su abuelo, sastre y leñador en la sierra del Segura y soldado de la Quinta del Biberón al que nunca volverían a ver, que cantó después de recitar a Miguel Hernández. El público se puso serio. Buen rollo, sí, pero Rozalén es seria con las cosas serias.
A Justo le siguió Aves Enjauladas, la canción de la pandemia. La albaceteña ironizó con la letra y con lo sucedido: “Ingenua de mí, pensé que saldríamos siendo mejores y que detendríamos el cambio climático”. Pero, a pesar de todo, reivindicó la utopía como referente y se llevó una atronadora ovación solo equiparable a la que seguiría poco después, tras los últimos acordes de La Maza, la eterna canción de Silvio Rodríguez, que nadie puede cantar con más derecho. Si ella no creyera, cómo íbamos a creer nosotros. Sin solución de continuidad, a La Maza le siguió Loba, el relato del machismo en primera persona que dejó compungido al público.
Tras el bloque de cantautora, de canción implicada, llegó la alegría de vivir que Rozalén había prometido. Vivir, la canción que grabó con Estopa y la salsera El día que yo me muera fueron el preludio del entusiasmo, que llegó con Amiga, la ranchera que le dedicó a Beatriz, su intérprete y su amiga del alma, de la que todos nos acabamos enamorando. Al menos, terminamos enamorados de su amistad.
En el último tramo del concierto, el público se sujetaba a las sillas para no levantarse a bailar. “Estáis creando un género, el de bailar sentados. Yo creo que cuando todo esto pase os llevareis las sillas a los conciertos”, decía Rozalén entre risas, mientras Beatriz Romero imitaba el “bailar sentados” –que no pegados- del respetable.
Como era de esperar, la manchega dejó para el final el bloque de sus discos de oro y números 1. Y busqué, La puerta violeta, Girasoles y El Paso del Tiempo. Fue el no va más de un concierto “en esta tierra, a la que quiero tanto”, que los afortunados y afortunadas que lo presenciaron, un total de 1.200, tardarán mucho en olvidar. Un concierto “bonico, bonico” de casi dos horas.